Érase una vez la flor y el tiempo.
La flor era silvestre pero muy encantadora. El tiempo, sin embargo, era, bueno, como decirlo, muy inestable.
Tenían una relación especial y espacial, aunque, debido al carácter del tiempo, bastante variable.
Se querían pero el tiempo nunca sabía como expresarlo.
Había días en los que resplandecía y con una ligera brisa acariciaba los pétalos de la flor, murmurándole palabras de amor. Pero, la mayoría de las veces, “en cuanto temporal” se ponía oscuro con relámpagos y granizos y sacudía a la pobre flor.
Después, cuando la tempestad se aplacaba, le prometía arcos iris y atardeceres de fuego.
Luego otra vez se enfadaba con truenos y saetas si la flor no le buscaba.
La flor con todos estos cambios de humor, estaba bastante cansada, y empezaba a envidiar a sus amigas que habían sido recogidas por unas manos de enamorados y utilizadas como demostración de afecto hacía alguien que, seguramente las recibió con placer.
Tenían una vida corta así, pero al fin al cabo:
¿Qué más da vivir poco y bien en lugar de mucho y amargado?
Y menos por una flor que de por sí tiene muy poca vida.
El tiempo cuando vino a darse cuenta que la flor estaba decidida a desenterrarse de allí, empezó a llorar.. ops a llover.
Llovió durante días y días. Luego fueron semanas y todo se inundó.
La pobre flor de tanto llover murió ahogada y el tiempo se quedó solo y sin lágrimas.
«Los Cuentos de Caperucita» de Silvia Donatiello